En bastantes ocasiones, sobre
todo cuando mi hija me cuenta de sus fiestas nocturnas, me da por pensar que
daría lo que fuera por volver una noche, aunque solo una fuera, a aquellos años
mozos en los que tan absolutamente bien me lo pasaba. Y a veces, al decirlo en
voz alta, alguien a mi lado apuntilla: “Pero sabiendo lo que sabemos ahora”. Mi
respuesta es la que llevo a cabo desde que tengo uso de razón cuando me
encuentro con una opinión disparatada, frunzo el ceño y niego con la cabeza 180
grados (los 360 los dejo para titulares políticos)
El caso es que si algún genio me
concediera ese improbable deseo, quisiera ser exactamente igual que antaño,
porque de saber lo que la experiencia me ha dado, la sensatez, la
responsabilidad y el miedo, no me hubiesen dejado disfrutar de las locuras, aventuras
y un largo etcétera de hazañas. Y es que la juventud ha de tener ese toque de
locura, de intrepidez e imprudencia para poder pasar a tu historia como los
mejores momentos de tu vida.
Reconozco que me suben los
colores cuando recuerdo mis madrugadas en unos cuantos rincones de la geografía
española (en particular la barcelonesa y la mallorquina) y voy a omitir entrar
en detalles porque en primer lugar hay vergüenzas que no prescriben y en
segundo no quisiera dar ideas a Pat y sus amigos sobre qué situaciones te
pueden llevar a crear momentos épicos y apoteósicos. No, porque mi papel ahora
es el de recordarle casi constantemente (un buen amigo me dijo que una madre
tiene la obligación de ser pesada) que se tape, que si bebe no conduzca, que no
cate copas ajenas, que ojo con la promiscuidad, que no se meta en primera fila
en los conciertos, que lo de probar no es obligación y que se lo pase teta con
cuidadín.
Pero no me digan que volver,
regresar una noche a esa emoción de maquearse de lo lindo y que en la puerta te
esperen los amigos, de recorrer los bares y ligar a mantas, de reír hasta
desencajar la mandíbula, de esperar de la vida lo mejor de lo mejor sin miedo a
resacas ni a ardores, sin más responsabilidad que aprobar con un 5 pelado, de
devorar la noche hasta la hora de los churros, de no tener que pagar más
factura que la del cubata, de que tu pandilla sea el centro del universo y de
caer en la cama extasiado cuando el periódico y el pan están calientes, no
sería como un chute de adrenalina para aumentar y adobar esa viva complacencia llamada
ilusión.