Cuando entro en modo decepción -que
no es tristeza ni desgarro, solo vacío cósmico- y necesito llorar por una mera
cuestión de desahogo mental, habida cuenta de que no tengo motivo alguno para
la tristeza, echo mano de una peli que salvaría de un incendio y me llevaría a
una isla desierta, y que compré porque es más obra maestra de lo que pueda
parecer y porque con ella expulso más mocos que con el Flumil.
Sé que por más que la visione su lado
amargo no cambiará, y que me hundiré entre cojines al terminar, con la sonrisa
de Tim Robbins flotando en la ficción y contradictoriamente satisfecha de tener
una vida muchísimo más placentera que la de cientos de millones de personas. Es
decir, la catarsis consiste en observar el horror ajeno para percatarme de lo
bueno que poseo y que en ocasiones, no valoro, o mejor dicho, no absorbo.
El vértigo de la decepción (de
una decepción global, de nada en concreto, de crisis pasajeras en las que huyes
de no sabes qué o quién, en esas que esperas tanto y te parece recibir migajas)
dura en realidad el tiempo que cada uno le quiera otorgar, y la voluntad de
ponerse en pie y activar eso de a otra cosa, mariposa –siempre y cuando la
mente esté sana- depende exclusivamente de uno mismo.
En ocasiones –puede que sea algo
intrínseco al ser humano- nos deleitamos en el hundimiento como si la
contemplación del Titanic en vertical, compensara todas esas risas y poses que
ofrecemos, y escuchar una y otra vez If you leave me now, nos calma la
ansiedad, o el ego, o la incertidumbre, o ese pedazo de soledad que a lustros –o
a ratos- asoma por el gaznate.
Estamos compuestos de pequeñas
necesidades que debemos ir cubriendo, de agujeros que se van formando en la
dermis y que requieren de retales, chapuza y remiendo. De millones de
átomos con distintas carencias, de partículas que huyen, que añoran, que
espían, que esperan, que vuelan, que menguan. Estamos hechos en esencia de
pasiones y entusiasmos, de pura fuerza que nos ancla a la tierra y nos impide
salir en órbita, de afecciones y defectos especiales, de altibajos y
motivaciones.
Así que cuando llega el modo
decepción, como llega el hambre, la sed o la inquietud, uno debe tener a mano aquellas
herramientas que le permitan regocijarse en la melancolía, como si se tratara
de abrir la escotilla de un batiscafo escondido bajo la cama, y explorar sus
profundidades con la mayor y más agradecida naturalidad.
Snif.