martes, 23 de octubre de 2018

La trompetilla nacional




Tengo la mala costumbre de esperar algo bueno cuando se estrena una serie española presuntamente de intriga. Es una esperanza completamente onírica, como la del euromillón o una invitación a Arco. Pero dicen que uno muere en vida si abandona las ilusiones, así que cuando a las 22.40 h aparece en nuestras pantallas ese elenco de actores y actrices que son como de la familia, le escribo un WhatsApp a mi hermana con el texto: A ver cuánto aguantamos. Y el caso es que la capacidad de sufrimiento del ser humano, es inescrutable.

Supongamos que la trama tiene su qué, que el guion es aceptable y que te entregas a lo ancho del sofá a ver familias más maléficas que Charles Manson y con más secretos que el mago Houdini. Y a los pocos minutos empiezan las deficiencias, los defectos, ese feo vicio de los actores actuales: Susurrar. Da igual que estén en un bosque buscando a su novia desaparecida, pegándose de ostias con su hermano, pasando droga por el Atlántico, comprando al jefe de policía o cargando piedras para construir una catedral. Ellos no hablan, susurran. Y lo hacen de una manera tan sutil, tan por lo bajini, tan Om, que no te enteras absolutamente de ningún diálogo y te pasas el capítulo preguntándole a quien te acompañe en el sofá: ¡¿Qué ha dicho?!

Pero cuando te acostumbras a medio leer en los labios y a deducir la conversación, llega la segunda tara, que sumada al no oír ni papa, no sabes si salir corriendo a Gaes para una audiometría de urgencia, o twitear a la cadena en cuestión para que pongan subtítulos a los que musitan. Y es que lo de los acentos (ese conjunto de  particularidades fonéticas, rítmicas y melódicas que caracterizan el habla de una región) lo desconocen por completo. Les pongo un ejemplo:

Familia del País Vasco de toda la vida, compuesta por madre y tres hijos, allegados y amigos varios, también vascos desde las Guerras Sertorianas, nacidos, educados, crecidos y residentes, en el territorio. Por narices deberían tener como mínimo, un deje así como de “Ahí va la hostia, Patxi” ¿no? Pues no. Una parece de Mollerusa, el otro del barrio de Triana, la madre de las Rias Baixas, otro de Vallecas y algún descolgado de Trujillo. Para darle credibilidad a la saga, todos repiten varias veces por episodio “aita” y “ama” y así el espectador ya se traga que son descendientes directos de Tomás de Zumalacárregui.

Pero el Goya a lo infumable se lo llevó -sin duda alguna- una serie rodada en el barrio de El Príncipe (Ceuta) donde una familia oriunda (de los fenicios del siglo VII a.C.)  cuando se sentaba a la mesa a cenar, parecía una asamblea de las Naciones Unidas. El hijo mayor como si estuviera en un malecón de la vieja Habana, la madre la mismísima Moreneta de Montserrat, los pequeños de Vallecas, el yerno de la Guayana francesa, el primo de Vejer de la Frontera y el poli no se lo puedo decir, porque sólo susurraba.

Dicho lo cual e insistiendo en la esperanza de que algún día lleguemos a filmar algo digno y medianamente creíble, me voy a mi cita con el audiólogo, no sea que todo esto sólo dependa de mis oídos. O de mis odios.

Y en el próximo capítulo... ssshhhhhh




lunes, 8 de octubre de 2018

Misión a Marte (...Cargando)




En varias ocasiones a lo largo de mi vida, he estado tentada a pirarme lo más lejos posible de mi entorno, y no porque éste haya sido negativo o nocivo para mi estado físico o emocional; me atrevería a asegurar que cuando uno huye por propia voluntad, en realidad lo hace –inconscientemente- de sí mismo y su manera de interactuar con el mundo que le rodea. El caso –que no va este escrito de introspecciones ni  sicología cognitiva- es que a veces, cuando nos da por imaginarnos a cientos de miles de quilómetros de nuestro origen, evadiendo soliloquios, decisiones, arrepentimientos o penas, nos visualizamos en un cohete de múltiples fases y combustión secuencial, que sea capaz de depositarnos en un planeta anárquico sin más vida que la de algo de hidrógeno y una bocanada de oxígeno.

Hace unos meses, leyendo una entrevista a Anna Lee Fisher -química, doctora en medicina y astronauta, Jefa de la División de la Estación Espacial de la Oficina de Astronautas de la NASA- me sorprendió que terminara la misma con una frase que abría mi horizonte para cuando esos momentos de escape virtual: “Creo que volveremos a la Luna, instalaremos una base y la utilizaremos de plataforma para ir a Marte en unos 10-15 años”

Confieso que si soy incapaz de meterme en un ascensor, veo difícil pasarme un año de vuelo con microgravitación, centrifugación y despresurización alternativamente, pero puestos a imaginar, el planeta rojo me resultaba de lo más apetecible. Me resultaba hasta hoy, cuando para mi desdicha onírica y esperanzadora, he conocido la noticia de que –y cito textualmente el titular-: “Viajar a Marte destruirá el tejido intestinal de los astronautas”. Me han hundido.

Las pruebas hasta la fecha han sido realizadas en ratones, sometidos a una radicación similar a la que los viajeros sufrirían en esos doce meses de trayecto interestelar, confirmando que los intestinos de los roedores sufren un daño irreparable que podría desembocar en una grave enfermedad. Dicho lo cual, y a la espera de encontrar un método menos invasivo para los astronautas (y personal de a pie que huya de sí mismo) las futuras misiones a Marte, quedan suspendidas.

No intuía yo, a estas alturas de mi vida, tener que incluir a la NASA en mi lista negra de impresentables.

PD: ¿Disponen de referencias sobre la Роскосмос (Agencia Espacial Federal Rusa)?