viernes, 30 de noviembre de 2018

Malicia en el país de las mantequillas

Si algo está de moda en los programas de radio y televisión, y en los suplementos de prensa  (aparte de las somniferas tertulias y artículos seudopolíticos) son los espacios de nutrición mega saludable. Y a mí, que tengo por costumbre escuchar y leer toda novedad al respecto (aunque siga con mi dieta Dilophosaurus) me traen un poco de cabeza lo mucho que unos y otros se contradicen y el que tengan como lema: Donde dije digo, digo Diego. Sabrán que lo que hace unos años era poco menos que satánico, como por ejemplo comer más de dos huevos por semana, es ahora recomendable doblemente; que si antes el pescado te auguraba una vida más larga que la de Matusalén, ahora con dos raciones cada siete días te metes más mercurio en el hígado que el de una  roca de cinabrio. Que los frutos secos ya no engordan y te proporcionan tantos minerales como el Museo geológico de Barcelona; el agua -antaño elogiable- sí pero con peros, es decir, dos litros al día vale, pero una gota más te lleva a una hiponatremia que lo flipas.  ¿Qué decir de la carne de cerdo?, otrora arsénico grasiento y verdugo de órganos, que es a día de hoy lo más magro e inmaculado del súper. Nada que ver con la lechuga, esa verdura que Stallone comía a todas horas cuando rodaba Rocky y que te dejaba hecho un espíritu de la golosina, y ahora si le dices a un dietista que cenas ensalada te hace la señal de la cruz y te augura unos cólicos de padre y muy señor nuestro. Los cereales, ideales desayunos para mens sana in corpore sano, que desde  hace unos días son peores que el alpiste de canarios. El vino, el chocolate negro, las sardinas, la leche de soja, la mantequilla, las vísceras; la vitamina C de los zumos que evitaba resfriados y ahora es poco menos que una mierda pinchada en un palo. Los lácteos, las especias, la sal, el azúcar ¡El aspartamo!, ambrosía sustitutiva décadas atrás, ponzoña inmunda hoy.

Y no sé, no sé si todo esto alude a modismos, superávit de productos, campañas publicitarias, competencias desleales, oportunistas iluminados, o que no hay que creer a pies juntillas en nada y observar uno mismo lo que le vale y lo que no. Pero a mí, cuando el martes pasado leí en un artículo relativamente fiable que no hay nada peor para los resfriados de las vías altas, que los caramelos de menta, me han dejado como chupando un palo sentada, sobre una calabaza. 




domingo, 18 de noviembre de 2018

Comer, beber, cagar




Un par de veces en semana voy mirando qué día internacional se celebra; a menudo me parecen o una soberana bobada o tocan unos temas tan dramáticos que no casan con el humor por ningún lado. Si se trata de un asunto de justicia universal o discriminación –ya lo saben- me embarco. Pero a veces, lo que a primera vista puede parecer una inmensa mamarrachada, si indagas y te informas, no lo es y tiene su qué, su cómo y hasta su por qué.

Y así me ha sucedido hace unos minutos, consultando los días mundiales que se celebran esta semana, cuando me he encontrado con el correspondiente al próximo 19 de noviembre: Día Internacional del Retrete y el Saneamiento. En un primer momento he flipado, pero ante la curiosidad y perplejidad del anuncio, he recabado más datos y me he dado de bruces con lo absurdo, cruel, irrazonable y leonino que este mundo.

Reseñas, cifras y referencias:

“Los retretes salvan vidas, ya que gracias a ellos se evita la propagación de enfermedades mortales a través de las heces humanas. El 60% de la población mundial no cuenta en sus residencias con métodos que eliminen de forma segura sus excrementos. 892 millones de personas lo hacen al aire libre. 1800 millones beben agua no potable contaminada por heces. Las principales enfermedades transmisibles son el cólera, la fiebre tifoide, la disentería y la diarrea, la anquilostomiasis, la esquistosomiasis y la filaríais.”

Dicho lo cual me parece un buen día para celebrar, para intentar que el saneamiento llegue a todas partes, para concienciar de lo terriblemente mal que se vive en tantas partes de la Tierra, de lo poco que valoramos lo mucho que tenemos, de la importancia de la higiene, de lo chorra que llega a ser comprar papel de colorines para limpiarse el culo, de la necesidad de salir desahogados de casa para no tener que parar de urgencias en un área de servicio y de lo asquerosamente guarros que tenemos los lavabos públicos.

Sean conscientes y si tienen tiempo, curioseen en los Días Internacionales de… Igual no dibujan una viñeta, pero seguro que a partir de ahora, cagarán más a gusto.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

No es país para obesos




Cuando por la mañana me tomo el primer café, leo las noticias, por eso será que habitualmente me sienta como un tiro, pero ayer la lectura de una en concreto me dio el desayuno, el vermut y la comida.

Resulta que la Consejería de Salud Pública de la Generalitat Valenciana, decidió y así lo comunicó, que a partir de ese momento quedaba prohibida la incineración de cadáveres con obesidad mórbida y aquellos que hubieran recibido tratamiento contra el cáncer con agujas radioactivas. ¿Perdón? Los motivos eludían a la gran contaminación ambiental que el hecho genera en ambos casos, y a la dificultad de quemar un cuerpo de tales dimensiones en los hornos dispuestos para ello en el primero.
A ver. De verdad que me puse negra. Me asaltaron tantas preguntas que no sabía si llamar a Ana Barceló directamente (Consellera de Sanitat) o a la Asociación mundial de gordos para plantarnos ante El Palau, después de comernos un arroz a banda en la Albufera.

Supongamos que fallece una persona en la ciudad en cuestión, y el responsable de la funeraria, tras cuestionarte sobre nombre, apellidos, fecha de nacimiento y mostrarte el catálogo de ataúdes, te pregunta que cuánto pesaba. Supongamos también que contestas que 200 kilos, 200 kilos menos los 21 gramos que desaparecen por misteriosos motivos, y entonces te comunican que no puedes incinerarlo porque sobrepasa los límites de la entrada al crematorio. Hay que enterrarlo sí o sí. Pasando olímpicamente de las últimas voluntades del difunto, de lo que opine la familia y de si dispone de nicho o no. Según mis indagaciones una tumba estándar tiene unas dimensiones de 2 m de largo, por 0,80 de ancho, lo cual tampoco me parece suficiente para nuestro fiambre, pero no quiero saber cómo se las ingenian para que quepa; aunque entonces me asalta otra duda, obesa duda, ¿cuántos enfermos de obesidad mórbida mueren al año en la citada población? ¿Cuántos para que tanto afecten a la contaminación? ¿Más que automóviles? ¿Más que fábricas? ¿Más que los productos de limpieza? ¿Un gordo incinerado cada –pongamos- seis meses es un problema para la polución? ¿Hay que quitarle la dignidad hasta en el momento de su muerte? ¿No sería más lógico –aun tratándose de la Generalitat Valenciana- que modificasen el crematorio?

Imagino que todas estas preguntas, los lumbreras que tomaron la decisión  -que dicho sea de paso, deben estar como sílfides- no se las formularon, y ante la queja de alguna funeraria sobre un puto gordo que no entraba ni a empujones, se sacaron de la manga lo que apestan 200 kilos de grasa sobre la ciudad y se quedaron tan panchos.

Afortunadamente, y tras un día de indigestión aguda, a la hora de la cena rectificaron su edicto y los del sobrepeso exagerado podrán ser quemados si así lo deciden. El tema de las agujas radioactivas sigue vigente pero lo estudiaré en otro momento, que ahora voy a desayunar.

PD: El grado de gilipollez supina que estamos alcanzando supera las más agoreras expectativas.

jueves, 8 de noviembre de 2018

El silencio de los ornitorrincos




Cuentan –y esto no es una de mis invenciones- que se ha comprobado en las aguas de ríos australianos, que los ornitorrincos están llegando a asimilar a través de las larvas de insectos y cangrejos de los que se alimentan, el 50% de la dosis diaria de medicamentos que los humanos consumimos. Cuentan también que se han encontrado en ellos hasta 69 productos farmacéuticos, siendo el porcentaje más alto el de antidepresivos. La noticia no se extiende más, con lo que te dejan –si perteneces al grupo de  los inquietos intelectuales- con un montón de preguntas sin respuesta, a no ser que tengas línea directa con uno de los investigadores de la Monah University, privilegio del cual y sin ánimo de ofender ni menospreciar a nadie, dudo que gocen mis lectores. Así que tiene uno dos opciones: Pasar olímpicamente del tema o, intentar despejar las equis por sí solo. Y, efectivamente, tengo mucho tiempo libre y un ansia inmensa de investigar.

Para empezar han de saber que el animal en cuestión es un tipo rarísimo. Tanto que cuando fue descubierto se llegó a creer que se trataba de una confabulada falsificación (pico de pato, cola de castor, patas de nutria). Por si fuera poca su fealdad y nula exclusividad física, está dotado con unos espolones que inyectan un veneno mortal (no para los humanos) y localizan a sus presas por la detección de sus campos eléctricos. Es decir, si dijeran que el bicho ha sido lanzado desde un objeto volador no identificado, lo creeríamos e incluso agradeceríamos que no perteneciera a ninguna especia terrícola.

Pero ante la noticia, el estupor que más me aturde es el consumo tan exagerado que los australianos hacen de los estimulantes nerviosos. Sí, porque yo les hacía una sociedad cuasi perfecta, habitantes de ciudades envidiadas, descritas por los viajeros como los mejores lugares en los que vivir. Los imaginaba bronceados y ajenos, gente happy que practica el  surf y enloquece con el rugby, que tienen canguros en el jardín, boomerangs divertidos, un estilo bushwear en el vestir y ese sombrero de piel de conejo que tan bien le queda a Eric Bana o Hugh Jackman. Con un PIB per cápita superior al de EEUU, Francia o Reino Unido (mejor no compararlo con el nuestro), una deuda pública saneada y reducida, y un fuerte y estable sistema financiero; disfrutan de  13 horas de sol al día y producen carne y lana para abastecer a medio mundo.  

Y ahora nos salen con que su fauna consume más fluoxetina que  hamburguesas de emu, y que su población está más enganchada al Prozac que a Platón, siendo los trastornos mentales la tercera causa de enfermedad en el país. Decepcionante.

Créanme si les digo que mi amor hacia los ornitorrincos nunca se dio (sin desearles mal alguno) pero sí cierta admiración por un país que aun en las antípodas, se me antojaba cercano a mi modelo de modus vivendi. Pero ahora que sé lo que les comparto, emigrar a Melbourne para hincharme a paroxetina y filete de cocodrilo, y que una pandilla de mamíferos semiacuáticos tengan la serotonina por las nubes y se crean los reyes del mambo, me lleva a reflexionar y sentenciar que como en casa –con esos linces, toros y cerdos de nuestra fauna- no se está en ningún lado.

¡Ea!