jueves, 8 de noviembre de 2018

El silencio de los ornitorrincos




Cuentan –y esto no es una de mis invenciones- que se ha comprobado en las aguas de ríos australianos, que los ornitorrincos están llegando a asimilar a través de las larvas de insectos y cangrejos de los que se alimentan, el 50% de la dosis diaria de medicamentos que los humanos consumimos. Cuentan también que se han encontrado en ellos hasta 69 productos farmacéuticos, siendo el porcentaje más alto el de antidepresivos. La noticia no se extiende más, con lo que te dejan –si perteneces al grupo de  los inquietos intelectuales- con un montón de preguntas sin respuesta, a no ser que tengas línea directa con uno de los investigadores de la Monah University, privilegio del cual y sin ánimo de ofender ni menospreciar a nadie, dudo que gocen mis lectores. Así que tiene uno dos opciones: Pasar olímpicamente del tema o, intentar despejar las equis por sí solo. Y, efectivamente, tengo mucho tiempo libre y un ansia inmensa de investigar.

Para empezar han de saber que el animal en cuestión es un tipo rarísimo. Tanto que cuando fue descubierto se llegó a creer que se trataba de una confabulada falsificación (pico de pato, cola de castor, patas de nutria). Por si fuera poca su fealdad y nula exclusividad física, está dotado con unos espolones que inyectan un veneno mortal (no para los humanos) y localizan a sus presas por la detección de sus campos eléctricos. Es decir, si dijeran que el bicho ha sido lanzado desde un objeto volador no identificado, lo creeríamos e incluso agradeceríamos que no perteneciera a ninguna especia terrícola.

Pero ante la noticia, el estupor que más me aturde es el consumo tan exagerado que los australianos hacen de los estimulantes nerviosos. Sí, porque yo les hacía una sociedad cuasi perfecta, habitantes de ciudades envidiadas, descritas por los viajeros como los mejores lugares en los que vivir. Los imaginaba bronceados y ajenos, gente happy que practica el  surf y enloquece con el rugby, que tienen canguros en el jardín, boomerangs divertidos, un estilo bushwear en el vestir y ese sombrero de piel de conejo que tan bien le queda a Eric Bana o Hugh Jackman. Con un PIB per cápita superior al de EEUU, Francia o Reino Unido (mejor no compararlo con el nuestro), una deuda pública saneada y reducida, y un fuerte y estable sistema financiero; disfrutan de  13 horas de sol al día y producen carne y lana para abastecer a medio mundo.  

Y ahora nos salen con que su fauna consume más fluoxetina que  hamburguesas de emu, y que su población está más enganchada al Prozac que a Platón, siendo los trastornos mentales la tercera causa de enfermedad en el país. Decepcionante.

Créanme si les digo que mi amor hacia los ornitorrincos nunca se dio (sin desearles mal alguno) pero sí cierta admiración por un país que aun en las antípodas, se me antojaba cercano a mi modelo de modus vivendi. Pero ahora que sé lo que les comparto, emigrar a Melbourne para hincharme a paroxetina y filete de cocodrilo, y que una pandilla de mamíferos semiacuáticos tengan la serotonina por las nubes y se crean los reyes del mambo, me lleva a reflexionar y sentenciar que como en casa –con esos linces, toros y cerdos de nuestra fauna- no se está en ningún lado.

¡Ea!