Cuentan –y esto no es una de mis
invenciones- que se ha comprobado en las aguas de ríos australianos, que los
ornitorrincos están llegando a asimilar a través de las larvas de insectos y
cangrejos de los que se alimentan, el 50% de la dosis diaria de medicamentos
que los humanos consumimos. Cuentan también que se han encontrado en ellos
hasta 69 productos farmacéuticos, siendo el porcentaje más alto el de
antidepresivos. La noticia no se extiende más, con lo que te dejan –si perteneces
al grupo de los inquietos intelectuales-
con un montón de preguntas sin respuesta, a no ser que tengas línea directa con
uno de los investigadores de la Monah University, privilegio del cual y sin
ánimo de ofender ni menospreciar a nadie, dudo que gocen mis lectores. Así que
tiene uno dos opciones: Pasar olímpicamente del tema o, intentar despejar las
equis por sí solo. Y, efectivamente, tengo mucho tiempo libre y un ansia
inmensa de investigar.
Para empezar han de saber que el
animal en cuestión es un tipo rarísimo. Tanto que cuando fue descubierto se
llegó a creer que se trataba de una confabulada falsificación (pico de pato,
cola de castor, patas de nutria). Por si fuera poca su fealdad y nula exclusividad
física, está dotado con unos espolones que inyectan un veneno mortal (no para
los humanos) y localizan a sus presas por la detección de sus campos eléctricos.
Es decir, si dijeran que el bicho ha sido lanzado desde un objeto volador no
identificado, lo creeríamos e incluso agradeceríamos que no perteneciera a
ninguna especia terrícola.
Pero ante la noticia, el estupor que
más me aturde es el consumo tan exagerado que los australianos hacen de los
estimulantes nerviosos. Sí, porque yo les hacía una sociedad cuasi perfecta,
habitantes de ciudades envidiadas, descritas por los viajeros como los mejores
lugares en los que vivir. Los imaginaba bronceados y ajenos, gente happy que
practica el surf y enloquece con el
rugby, que tienen canguros en el jardín, boomerangs divertidos, un estilo
bushwear en el vestir y ese sombrero de piel de conejo que tan bien le queda a
Eric Bana o Hugh Jackman. Con un PIB per cápita superior al de EEUU, Francia o
Reino Unido (mejor no compararlo con el nuestro), una deuda pública saneada y
reducida, y un fuerte y estable sistema financiero; disfrutan de 13 horas de sol al día y producen carne y lana
para abastecer a medio mundo.
Y ahora nos salen con que su
fauna consume más fluoxetina que hamburguesas
de emu, y que su población está más enganchada al Prozac que a Platón, siendo
los trastornos mentales la tercera causa de enfermedad en el país. Decepcionante.
Créanme si les digo que mi amor
hacia los ornitorrincos nunca se dio (sin desearles mal alguno) pero sí cierta
admiración por un país que aun en las antípodas, se me antojaba cercano a mi
modelo de modus vivendi. Pero ahora que sé lo que les comparto, emigrar a
Melbourne para hincharme a paroxetina y filete de cocodrilo, y que una pandilla
de mamíferos semiacuáticos tengan la serotonina por las nubes y se crean los
reyes del mambo, me lleva a reflexionar y sentenciar que como en casa –con esos
linces, toros y cerdos de nuestra fauna- no se está en ningún lado.
¡Ea!