Tengo la mala costumbre de
esperar algo bueno cuando se estrena una serie española presuntamente de
intriga. Es una esperanza completamente onírica, como la del euromillón o una
invitación a Arco. Pero dicen que uno muere en vida si abandona las ilusiones,
así que cuando a las 22.40 h aparece en nuestras pantallas ese elenco de actores
y actrices que son como de la familia, le escribo un WhatsApp a mi hermana con
el texto: A ver cuánto aguantamos. Y el caso es que la capacidad de sufrimiento
del ser humano, es inescrutable.
Supongamos que la trama tiene su
qué, que el guion es aceptable y que te entregas a lo ancho del sofá a ver
familias más maléficas que Charles Manson y con más secretos que el mago
Houdini. Y a los pocos minutos empiezan las deficiencias, los defectos, ese feo
vicio de los actores actuales: Susurrar. Da igual que estén en un bosque
buscando a su novia desaparecida, pegándose de ostias con su hermano, pasando
droga por el Atlántico, comprando al jefe de policía o cargando piedras para
construir una catedral. Ellos no hablan, susurran. Y lo hacen de una manera tan
sutil, tan por lo bajini, tan Om, que no te enteras absolutamente de ningún
diálogo y te pasas el capítulo preguntándole a quien te acompañe en el sofá: ¡¿Qué
ha dicho?!
Pero cuando te acostumbras a
medio leer en los labios y a deducir la conversación, llega la segunda tara,
que sumada al no oír ni papa, no sabes si salir corriendo a Gaes para una
audiometría de urgencia, o twitear a la cadena en cuestión para que pongan
subtítulos a los que musitan. Y es que lo de los acentos (ese conjunto de particularidades fonéticas, rítmicas y
melódicas que caracterizan el habla de una región) lo desconocen por completo. Les
pongo un ejemplo:
Familia del País Vasco de toda la
vida, compuesta por madre y tres hijos, allegados y amigos varios, también
vascos desde las Guerras Sertorianas, nacidos, educados, crecidos y residentes,
en el territorio. Por narices deberían tener como mínimo, un deje así como de “Ahí
va la hostia, Patxi” ¿no? Pues no. Una parece de Mollerusa, el otro del barrio
de Triana, la madre de las Rias Baixas, otro de Vallecas y algún descolgado de Trujillo.
Para darle credibilidad a la saga, todos repiten varias veces por episodio “aita”
y “ama” y así el espectador ya se traga que son descendientes directos de Tomás
de Zumalacárregui.
Pero el Goya a lo infumable se lo
llevó -sin duda alguna- una serie rodada en el barrio de El Príncipe (Ceuta)
donde una familia oriunda (de los fenicios del siglo VII a.C.) cuando se sentaba a la mesa a cenar, parecía
una asamblea de las Naciones Unidas. El hijo mayor como si estuviera en un
malecón de la vieja Habana, la madre la mismísima Moreneta de Montserrat, los
pequeños de Vallecas, el yerno de la Guayana francesa, el primo de Vejer de la
Frontera y el poli no se lo puedo decir, porque sólo susurraba.
Dicho lo cual e insistiendo en la
esperanza de que algún día lleguemos a filmar algo digno y medianamente
creíble, me voy a mi cita con el audiólogo, no sea que todo esto sólo dependa
de mis oídos. O de mis odios.
Y en el próximo capítulo... ssshhhhhh