viernes, 31 de mayo de 2019
martes, 28 de mayo de 2019
lunes, 27 de mayo de 2019
La huida secreta de las palabras
Cuando entro en modo decepción -que
no es tristeza ni desgarro, solo vacío cósmico- y necesito llorar por una mera
cuestión de desahogo mental, habida cuenta de que no tengo motivo alguno para
la tristeza, echo mano de una peli que salvaría de un incendio y me llevaría a
una isla desierta, y que compré porque es más obra maestra de lo que pueda
parecer y porque con ella expulso más mocos que con el Flumil.
Sé que por más que la visione su lado
amargo no cambiará, y que me hundiré entre cojines al terminar, con la sonrisa
de Tim Robbins flotando en la ficción y contradictoriamente satisfecha de tener
una vida muchísimo más placentera que la de cientos de millones de personas. Es
decir, la catarsis consiste en observar el horror ajeno para percatarme de lo
bueno que poseo y que en ocasiones, no valoro, o mejor dicho, no absorbo.
El vértigo de la decepción (de
una decepción global, de nada en concreto, de crisis pasajeras en las que huyes
de no sabes qué o quién, en esas que esperas tanto y te parece recibir migajas)
dura en realidad el tiempo que cada uno le quiera otorgar, y la voluntad de
ponerse en pie y activar eso de a otra cosa, mariposa –siempre y cuando la
mente esté sana- depende exclusivamente de uno mismo.
En ocasiones –puede que sea algo
intrínseco al ser humano- nos deleitamos en el hundimiento como si la
contemplación del Titanic en vertical, compensara todas esas risas y poses que
ofrecemos, y escuchar una y otra vez If you leave me now, nos calma la
ansiedad, o el ego, o la incertidumbre, o ese pedazo de soledad que a lustros –o
a ratos- asoma por el gaznate.
Estamos compuestos de pequeñas
necesidades que debemos ir cubriendo, de agujeros que se van formando en la
dermis y que requieren de retales, chapuza y remiendo. De millones de
átomos con distintas carencias, de partículas que huyen, que añoran, que
espían, que esperan, que vuelan, que menguan. Estamos hechos en esencia de
pasiones y entusiasmos, de pura fuerza que nos ancla a la tierra y nos impide
salir en órbita, de afecciones y defectos especiales, de altibajos y
motivaciones.
Así que cuando llega el modo
decepción, como llega el hambre, la sed o la inquietud, uno debe tener a mano aquellas
herramientas que le permitan regocijarse en la melancolía, como si se tratara
de abrir la escotilla de un batiscafo escondido bajo la cama, y explorar sus
profundidades con la mayor y más agradecida naturalidad.
Snif.
viernes, 24 de mayo de 2019
martes, 14 de mayo de 2019
¿Qué fue de Baby Jane? (que se quedó colgada)
Supongo que os habrá pasado en
más de una ocasión eso de adentrarse mentalmente en una noche estrellada e
intentar averiguar con nuestro minúsculo cerebro, cómo es posible lo del
universo, el infinito, la nada (o el todo) y el estar flotando adheridos a un
globo suspendido, con el único fin de cumplir con el efímero rol de la
existencia. Y supongo también que habéis llegado a ese momento en el que parece
que vais a traspasar una delgada línea que nos separa de la cordura y que, o
bien por miedo a caer en un viaje sin retorno o bien porque no damos más de sí,
habéis vuelto a lo terrenal dejando la astrofísica a mentes más capaces y
buscando una estrella fugaz, que es más reconfortante.
Se me ha ocurrido esto a raíz de
leer un artículo sobre la parte negativa de la meditación, a la cual no soy
dada porque mi ansiedad y mis prisas no me lo permiten. Aunque la definición
exacta de meditar nos lleva exclusivamente al pensar atenta y detenidamente
sobre algo, el texto (y yo en este post) se refiere a esa reflexión intimista
sobre algún tema espiritual o trascendental.
En mis épocas de máxima angustia
vital, he probado métodos varios (legales en su totalidad) para adentrarme en
mi yo más interior, aspirando a apretar tornillos, reparar grietas, eliminar
residuos y ampliar espacios, con un resultado en cada uno de ellos que rozaba
el desastre, el caos y la desesperación. Es decir, siempre ha sido peor el
remedio que la enfermedad.
Sigo en Instagram a una chica de Indonesia,
que se pasa el día y parte de la noche meditando; lo hace en la arena, sobre
las rocas, en lo alto de las palmeras, de los volcanes, bajo el agua, entre el
bambú y sentada en sus coloridos tatamis. La sigo porque realmente me transmite
buen rollo y envidia (y porque en un comentario me dijo que tenía -yo
mismamente- una mirada very nice). Pero
tras leer el informe estoy tentada a detallarle los riesgos de tanta
iluminación introspectiva: las altas posibilidades de quedarse colgada de una
flor de frangipani, desconectar de la realidad eternamente, experimentar
sensaciones desagradables y distorsionadas, y convertirse en una persona que
para tomar cualquier tipo de decisión (aunque sea tan nimia como la de qué
hacer de cena) tiene primero que retirarse a un lugar solitario y en armonía
con la naturaleza, para reflexionar y devanarse los sesos.
Todo ello es lo que concluye el
estudio para una cuarta parte de los dados a la meditación, así que ante la
duda de en qué porcentaje encajar, y dado que funciono a base de impulsos y
poco razonamiento, voy a seguir con mi actitud sin dejar de advertirles sobre
las consecuencias del darle en demasía al tarro e intentar averiguar de dónde
venimos y cuál es el absurdo propósito de nuestra existencia.
Y si contemplan una noche
estrellada, limítense a pedir un deseo realizable si ven un meteoro fugaz y a
dar por hecho que el infinito termina allí donde sus ojos... no pueden llegar.
miércoles, 8 de mayo de 2019
Lecciones espirituales para jóvenes (no) samuráis
Hace unos cuantos años, en una de
esas noches en las que la imaginación no me dejaba dormir, me conecté a internet y empecé a deambular de
un sitio a otro sin buscar nada en concreto. Apareció un anuncio de una revista
literaria que convocaba un concurso de relato corto que me llamó la atención: “Una
imagen en 1000 palabras”. Podías optar entre dos fotografías, y la segunda, en
blanco y negro, se me quedó observando como queriendo sacar de mi mente una
historia escondida. No pensé. No permití que como de costumbre las ideas se
mezclaran con el humo de mis cigarrillos, no perdí la mirada en la pared de
enfrente, ni eché mano de párrafos antiguos sin acabar. Simplemente salió.
Tacatacatacatá. Una primera palabra, la
siguiente, dos docenas, trescientas más. Tacatacatacatá. Y mil.
No lo repasé. Me oculté tras el
seudónimo de Yukio Mishima y lo envié.
Había leído muchas de las novelas
del autor japonés, me fascinaba su vida y su tormento, y entonces creía, puede
que por culpa de él, de Pessoa, de Bukowski, de Poe o de Orwell, que para
escribir de putísima madre, tenía uno que sufrir a jirones, y aunque mi mente
siempre me jugó malas pasadas desde niña, no me consideraba una tipa amargada o
afligida, con lo cual estaba convencida de que siendo relativamente feliz, no
me iba a alzar con gloria alguna (artísticamente hablando)
Al cabo de unas semanas, recibí
una llamada de la organización del premio en la que me comunicaban que era uno
de los tres finalistas y que el veredicto se radiaría en directo por no
recuerdo ahora qué emisora, tal día a tal hora. Así que cuando llegó el momento
sintonicé la radio, me senté con Pati en el sofá y respiré todo lo hondo que mi
diafragma me permitió.
Anunciaron el tercero. No era yo.
Tacatacatacatá. Y dijeron el nombre del segundo. Que tampoco era yo.
Tacatacatacatá. Yukio Mishima se alzó con el galardón. Y grité y saltamos y me
entrevistaron y lo agradecí.
Y días más tarde, incluso en este
mismo momento, unos cuentos años después, me di cuenta de que lo mejor que nos
puede pasar no ha de ser premeditado, que la satisfacción más plena se puede
condensar en 2 o 3 minutos de alborozo, que no hay que buscar pero sí tener los
ojos al acecho de las oportunidades, y que, de esto estoy completamente segura,
ese atormentado escritor japonés, me envió un guiño clandestino tras su seppuku
para que supiera que no es necesario el martirio para la creación, ni para
nada.
Solo quería recordármelo a mí
misma y en voz alta. Tacatacatacatá.
martes, 7 de mayo de 2019
¡Mamma mía! (con admiración)
El pasado domingo, día de la
madre, ha dejado una polémica que no acabo de entender. O sí que lo entiendo
cuando la costumbre de moda es polemizar por absolutamente todo lo que se
mueva. Parece ser que ahora el ser una buena madre, es un escándalo y si llevas
a cabo una serie de roles tales como cambiar pañales, pasarte la noche en vela
con las fiebres, cocinar para tus hijos, secarles el pelo, recogerlos en el
cole para llevarlos al parque, ayudarles con los deberes y, en resumidas
cuentas, dedicarte a ellos, eres retrograda y menos feminista que Torrente.
La campaña publicitaria que
tantísimo ha ofendido, ha sido la de El Corte Inglés, en la que se ve a una
mujer tras el lema: “97% Entregada – 3% egoísmo – 0% quejas – 100% Madre” y las
acusaciones vertidas por ciertos colectivos y partidos políticos, aluden a un estereotipo
patriarcal que somete a la mujer a un papel de madre por encima del resto de
funciones de una mujer.
Y a mí todos estos modismos
exagerados e histéricos, me empiezan a recordar a aquellos espías de la censura
que veían en un vestido rojo una clara insinuación a la lujuria.
En primer lugar quiero dejar muy
claro que estoy hablando de “madres” sin comparación alguna con “padres”, y
hablo de madres humanas, ni conejas, ni leonas, ni jirafas, ni marcianas. Una
madre de nuestra especie que echando un polvo, o por inseminación o adopción,
decide tener un hijo o hija. En ese mismo momento asume una responsabilidad y
un compromiso, moral, ético y recogido por ley en el código civil como “Responsabilidad
parental” debiendo cuidar al hijo, convivir con él, darle alimentos, cuidarlo,
procurarle una educación, respetar sus derechos, orientarlo, guiarlo y facilitar
su relación con familiares y amigos.
Además de todo esto existe algo
tan difícil de delimitar y medir como el instinto maternal, que surge en algún
rincón de no sé dónde, como el enamoramiento o cualquier otro sentimiento, pero
en este caso multiplicado por Pi. Es así, sale de dentro aquí y en la conchinchina.
Obviamente una puede decidir
pasar olímpicamente de los hijos, dejarlos al cuidado de otra persona,
priorizar cualquier otra labor, dejarles tiques del McDonald’s para su alimentación
y verlos un rato por la noche cuando ya duermen y ha terminado sus quehaceres diarios.
Puede, claro, pero que no les engañen los movimientos contra natura, esos que
si ven un oso polar haciendo arrumacos a su cachorro rompen a llorar, y si ven
a una madre (insisto, humana) limpiándole los mocos a su hijo, ponen el grito
en el cielo porque está sometida, humillada e inmersa en una sociedad machista.
No quiero ni pensar lo que dirían si aparece en uno de esos anuncios una mami
haciendo magdalenas, tortilla de patatas, salir del trabajo cagando leches para
llevar a la cría a urgencias, coserle el nombre en la bata del cole, pasarse la
noche consolando un desamor, o recoger a los hijos ya adultos cuando no pueden
con la hipoteca, la pareja o la vida.
¿Qué todo eso lo puede hacer un
padre? Por supuesto, si lo hay. Pero ya les dije, hablo de madres, y en
cualquier cultura (puede que incluso en Marte) apartando esas excepciones que
confirman la regla, una buena madre, desde el punto de vista no de la sociedad
o la publicidad, sino desde el del hijo, es aquella que se entrega, que está,
que se siente y que cuando falta, la echas de menos cada día del resto de tu
existencia.
Yo he tenido –y tengo y que me
dure- la suerte de contar con una madre
así, y serlo también desde hace ya veinte años, con orgullo, con naturalidad y
sintiendo en el alma que haya tanto amargado por el mundo sin más quehacer que
dar por culo en cualquier celebración.
PD. Si no opina lo mismo hay varias
opciones: 1. No tenga hijos 2. Delo en adopción que seguro que habrá quien
quiera amarlos como es debido.
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