lunes, 27 de mayo de 2019

La huida secreta de las palabras


Cuando entro en modo decepción -que no es tristeza ni desgarro, solo vacío cósmico- y necesito llorar por una mera cuestión de desahogo mental, habida cuenta de que no tengo motivo alguno para la tristeza, echo mano de una peli que salvaría de un incendio y me llevaría a una isla desierta, y que compré porque es más obra maestra de lo que pueda parecer y porque con ella expulso más mocos que con el Flumil.

Sé que por más que la visione su lado amargo no cambiará, y que me hundiré entre cojines al terminar, con la sonrisa de Tim Robbins flotando en la ficción y contradictoriamente satisfecha de tener una vida muchísimo más placentera que la de cientos de millones de personas. Es decir, la catarsis consiste en observar el horror ajeno para percatarme de lo bueno que poseo y que en ocasiones, no valoro, o mejor dicho, no absorbo.

El vértigo de la decepción (de una decepción global, de nada en concreto, de crisis pasajeras en las que huyes de no sabes qué o quién, en esas que esperas tanto y te parece recibir migajas) dura en realidad el tiempo que cada uno le quiera otorgar, y la voluntad de ponerse en pie y activar eso de a otra cosa, mariposa –siempre y cuando la mente esté sana- depende exclusivamente de uno mismo.
En ocasiones –puede que sea algo intrínseco al ser humano- nos deleitamos en el hundimiento como si la contemplación del Titanic en vertical, compensara todas esas risas y poses que ofrecemos, y escuchar una y otra vez If you leave me now, nos calma la ansiedad, o el ego, o la incertidumbre, o ese pedazo de soledad que a lustros –o a ratos- asoma por el gaznate.

Estamos compuestos de pequeñas necesidades que debemos ir cubriendo, de agujeros que se van formando en la dermis y que requieren de retales, chapuza y remiendo. De millones de átomos con distintas carencias, de partículas que huyen, que añoran, que espían, que esperan, que vuelan, que menguan. Estamos hechos en esencia de pasiones y entusiasmos, de pura fuerza que nos ancla a la tierra y nos impide salir en órbita, de afecciones y defectos especiales, de altibajos y motivaciones.

Así que cuando llega el modo decepción, como llega el hambre, la sed o la inquietud, uno debe tener a mano aquellas herramientas que le permitan regocijarse en la melancolía, como si se tratara de abrir la escotilla de un batiscafo escondido bajo la cama, y explorar sus profundidades con la mayor y más agradecida naturalidad.


Snif. 

martes, 14 de mayo de 2019

¿Qué fue de Baby Jane? (que se quedó colgada)






Supongo que os habrá pasado en más de una ocasión eso de adentrarse mentalmente en una noche estrellada e intentar averiguar con nuestro minúsculo cerebro, cómo es posible lo del universo, el infinito, la nada (o el todo) y el estar flotando adheridos a un globo suspendido, con el único fin de cumplir con el efímero rol de la existencia. Y supongo también que habéis llegado a ese momento en el que parece que vais a traspasar una delgada línea que nos separa de la cordura y que, o bien por miedo a caer en un viaje sin retorno o bien porque no damos más de sí, habéis vuelto a lo terrenal dejando la astrofísica a mentes más capaces y buscando una estrella fugaz, que es más reconfortante.

Se me ha ocurrido esto a raíz de leer un artículo sobre la parte negativa de la meditación, a la cual no soy dada porque mi ansiedad y mis prisas no me lo permiten. Aunque la definición exacta de meditar nos lleva exclusivamente al pensar atenta y detenidamente sobre algo, el texto (y yo en este post) se refiere a esa reflexión intimista sobre algún tema espiritual o trascendental.

En mis épocas de máxima angustia vital, he probado métodos varios (legales en su totalidad) para adentrarme en mi yo más interior, aspirando a apretar tornillos, reparar grietas, eliminar residuos y ampliar espacios, con un resultado en cada uno de ellos que rozaba el desastre, el caos y la desesperación. Es decir, siempre ha sido peor el remedio que la enfermedad.  

Sigo en Instagram a una chica de Indonesia, que se pasa el día y parte de la noche meditando; lo hace en la arena, sobre las rocas, en lo alto de las palmeras, de los volcanes, bajo el agua, entre el bambú y sentada en sus coloridos tatamis. La sigo porque realmente me transmite buen rollo y envidia (y porque en un comentario me dijo que tenía -yo mismamente- una mirada very nice).  Pero tras leer el informe estoy tentada a detallarle los riesgos de tanta iluminación introspectiva: las altas posibilidades de quedarse colgada de una flor de frangipani, desconectar de la realidad eternamente, experimentar sensaciones desagradables y distorsionadas, y convertirse en una persona que para tomar cualquier tipo de decisión (aunque sea tan nimia como la de qué hacer de cena) tiene primero que retirarse a un lugar solitario y en armonía con la naturaleza, para reflexionar y devanarse los sesos.

Todo ello es lo que concluye el estudio para una cuarta parte de los dados a la meditación, así que ante la duda de en qué porcentaje encajar, y dado que funciono a base de impulsos y poco razonamiento, voy a seguir con mi actitud sin dejar de advertirles sobre las consecuencias del darle en demasía al tarro e intentar averiguar de dónde venimos y cuál es el absurdo propósito de nuestra existencia.

Y si contemplan una noche estrellada, limítense a pedir un deseo realizable si ven un meteoro fugaz y a dar por hecho que el infinito termina allí donde sus ojos... no pueden llegar.

miércoles, 8 de mayo de 2019

Lecciones espirituales para jóvenes (no) samuráis




Hace unos cuantos años, en una de esas noches en las que la imaginación no me dejaba dormir,  me conecté a internet y empecé a deambular de un sitio a otro sin buscar nada en concreto. Apareció un anuncio de una revista literaria que convocaba un concurso de relato corto que me llamó la atención: “Una imagen en 1000 palabras”. Podías optar entre dos fotografías, y la segunda, en blanco y negro, se me quedó observando como queriendo sacar de mi mente una historia escondida. No pensé. No permití que como de costumbre las ideas se mezclaran con el humo de mis cigarrillos, no perdí la mirada en la pared de enfrente, ni eché mano de párrafos antiguos sin acabar. Simplemente salió. Tacatacatacatá. Una primera palabra,  la siguiente, dos docenas, trescientas más. Tacatacatacatá. Y mil.

No lo repasé. Me oculté tras el seudónimo de Yukio Mishima y lo envié.

Había leído muchas de las novelas del autor japonés, me fascinaba su vida y su tormento, y entonces creía, puede que por culpa de él, de Pessoa, de Bukowski, de Poe o de Orwell, que para escribir de putísima madre, tenía uno que sufrir a jirones, y aunque mi mente siempre me jugó malas pasadas desde niña, no me consideraba una tipa amargada o afligida, con lo cual estaba convencida de que siendo relativamente feliz, no me iba a alzar con gloria alguna (artísticamente hablando)

Al cabo de unas semanas, recibí una llamada de la organización del premio en la que me comunicaban que era uno de los tres finalistas y que el veredicto se radiaría en directo por no recuerdo ahora qué emisora, tal día a tal hora. Así que cuando llegó el momento sintonicé la radio, me senté con Pati en el sofá y respiré todo lo hondo que mi diafragma me permitió.

Anunciaron el tercero. No era yo. Tacatacatacatá. Y dijeron el nombre del segundo. Que tampoco era yo. Tacatacatacatá. Yukio Mishima se alzó con el galardón. Y grité y saltamos y me entrevistaron y lo agradecí.

Y días más tarde, incluso en este mismo momento, unos cuentos años después, me di cuenta de que lo mejor que nos puede pasar no ha de ser premeditado, que la satisfacción más plena se puede condensar en 2 o 3 minutos de alborozo, que no hay que buscar pero sí tener los ojos al acecho de las oportunidades, y que, de esto estoy completamente segura, ese atormentado escritor japonés, me envió un guiño clandestino tras su seppuku para que supiera que no es necesario el martirio para la creación, ni para nada.


Solo quería recordármelo a mí misma y en voz alta. Tacatacatacatá. 

martes, 7 de mayo de 2019

¡Mamma mía! (con admiración)






El pasado domingo, día de la madre, ha dejado una polémica que no acabo de entender. O sí que lo entiendo cuando la costumbre de moda es polemizar por absolutamente todo lo que se mueva. Parece ser que ahora el ser una buena madre, es un escándalo y si llevas a cabo una serie de roles tales como cambiar pañales, pasarte la noche en vela con las fiebres, cocinar para tus hijos, secarles el pelo, recogerlos en el cole para llevarlos al parque, ayudarles con los deberes y, en resumidas cuentas, dedicarte a ellos, eres retrograda y menos feminista que Torrente.  

La campaña publicitaria que tantísimo ha ofendido, ha sido la de El Corte Inglés, en la que se ve a una mujer tras el lema: “97% Entregada – 3% egoísmo – 0% quejas – 100% Madre” y las acusaciones vertidas por ciertos colectivos y partidos políticos, aluden a un estereotipo patriarcal que somete a la mujer a un papel de madre por encima del resto de funciones de una mujer.

Y a mí todos estos modismos exagerados e histéricos, me empiezan a recordar a aquellos espías de la censura que veían en un vestido rojo una clara insinuación a la lujuria.

En primer lugar quiero dejar muy claro que estoy hablando de “madres” sin comparación alguna con “padres”, y hablo de madres humanas, ni conejas, ni leonas, ni jirafas, ni marcianas. Una madre de nuestra especie que echando un polvo, o por inseminación o adopción, decide tener un hijo o hija. En ese mismo momento asume una responsabilidad y un compromiso, moral, ético y recogido por ley en el código civil como “Responsabilidad parental” debiendo cuidar al hijo, convivir con él, darle alimentos, cuidarlo, procurarle una educación, respetar sus derechos, orientarlo, guiarlo y facilitar su relación con familiares y amigos.

Además de todo esto existe algo tan difícil de delimitar y medir como el instinto maternal, que surge en algún rincón de no sé dónde, como el enamoramiento o cualquier otro sentimiento, pero en este caso multiplicado por Pi. Es así, sale de dentro aquí y en la conchinchina.

Obviamente una puede decidir pasar olímpicamente de los hijos, dejarlos al cuidado de otra persona, priorizar cualquier otra labor, dejarles tiques del McDonald’s para su alimentación y verlos un rato por la noche cuando ya duermen y ha terminado sus quehaceres diarios. Puede, claro, pero que no les engañen los movimientos contra natura, esos que si ven un oso polar haciendo arrumacos a su cachorro rompen a llorar, y si ven a una madre (insisto, humana) limpiándole los mocos a su hijo, ponen el grito en el cielo porque está sometida, humillada e inmersa en una sociedad machista. No quiero ni pensar lo que dirían si aparece en uno de esos anuncios una mami haciendo magdalenas, tortilla de patatas, salir del trabajo cagando leches para llevar a la cría a urgencias, coserle el nombre en la bata del cole, pasarse la noche consolando un desamor, o recoger a los hijos ya adultos cuando no pueden con la hipoteca, la pareja o la vida.

¿Qué todo eso lo puede hacer un padre? Por supuesto, si lo hay. Pero ya les dije, hablo de madres, y en cualquier cultura (puede que incluso en Marte) apartando esas excepciones que confirman la regla, una buena madre, desde el punto de vista no de la sociedad o la publicidad, sino desde el del hijo, es aquella que se entrega, que está, que se siente y que cuando falta, la echas de menos cada día del resto de tu existencia.

Yo he tenido –y tengo y que me dure- la suerte de  contar con una madre así, y serlo también desde hace ya veinte años, con orgullo, con naturalidad y sintiendo en el alma que haya tanto amargado por el mundo sin más quehacer que dar por culo en cualquier celebración.

PD. Si no opina lo mismo hay varias opciones: 1. No tenga hijos 2. Delo en adopción que seguro que habrá quien quiera amarlos como es debido.