Hace unos cuantos años, en una de
esas noches en las que la imaginación no me dejaba dormir, me conecté a internet y empecé a deambular de
un sitio a otro sin buscar nada en concreto. Apareció un anuncio de una revista
literaria que convocaba un concurso de relato corto que me llamó la atención: “Una
imagen en 1000 palabras”. Podías optar entre dos fotografías, y la segunda, en
blanco y negro, se me quedó observando como queriendo sacar de mi mente una
historia escondida. No pensé. No permití que como de costumbre las ideas se
mezclaran con el humo de mis cigarrillos, no perdí la mirada en la pared de
enfrente, ni eché mano de párrafos antiguos sin acabar. Simplemente salió.
Tacatacatacatá. Una primera palabra, la
siguiente, dos docenas, trescientas más. Tacatacatacatá. Y mil.
No lo repasé. Me oculté tras el
seudónimo de Yukio Mishima y lo envié.
Había leído muchas de las novelas
del autor japonés, me fascinaba su vida y su tormento, y entonces creía, puede
que por culpa de él, de Pessoa, de Bukowski, de Poe o de Orwell, que para
escribir de putísima madre, tenía uno que sufrir a jirones, y aunque mi mente
siempre me jugó malas pasadas desde niña, no me consideraba una tipa amargada o
afligida, con lo cual estaba convencida de que siendo relativamente feliz, no
me iba a alzar con gloria alguna (artísticamente hablando)
Al cabo de unas semanas, recibí
una llamada de la organización del premio en la que me comunicaban que era uno
de los tres finalistas y que el veredicto se radiaría en directo por no
recuerdo ahora qué emisora, tal día a tal hora. Así que cuando llegó el momento
sintonicé la radio, me senté con Pati en el sofá y respiré todo lo hondo que mi
diafragma me permitió.
Anunciaron el tercero. No era yo.
Tacatacatacatá. Y dijeron el nombre del segundo. Que tampoco era yo.
Tacatacatacatá. Yukio Mishima se alzó con el galardón. Y grité y saltamos y me
entrevistaron y lo agradecí.
Y días más tarde, incluso en este
mismo momento, unos cuentos años después, me di cuenta de que lo mejor que nos
puede pasar no ha de ser premeditado, que la satisfacción más plena se puede
condensar en 2 o 3 minutos de alborozo, que no hay que buscar pero sí tener los
ojos al acecho de las oportunidades, y que, de esto estoy completamente segura,
ese atormentado escritor japonés, me envió un guiño clandestino tras su seppuku
para que supiera que no es necesario el martirio para la creación, ni para
nada.
Solo quería recordármelo a mí
misma y en voz alta. Tacatacatacatá.