martes, 14 de mayo de 2019

¿Qué fue de Baby Jane? (que se quedó colgada)






Supongo que os habrá pasado en más de una ocasión eso de adentrarse mentalmente en una noche estrellada e intentar averiguar con nuestro minúsculo cerebro, cómo es posible lo del universo, el infinito, la nada (o el todo) y el estar flotando adheridos a un globo suspendido, con el único fin de cumplir con el efímero rol de la existencia. Y supongo también que habéis llegado a ese momento en el que parece que vais a traspasar una delgada línea que nos separa de la cordura y que, o bien por miedo a caer en un viaje sin retorno o bien porque no damos más de sí, habéis vuelto a lo terrenal dejando la astrofísica a mentes más capaces y buscando una estrella fugaz, que es más reconfortante.

Se me ha ocurrido esto a raíz de leer un artículo sobre la parte negativa de la meditación, a la cual no soy dada porque mi ansiedad y mis prisas no me lo permiten. Aunque la definición exacta de meditar nos lleva exclusivamente al pensar atenta y detenidamente sobre algo, el texto (y yo en este post) se refiere a esa reflexión intimista sobre algún tema espiritual o trascendental.

En mis épocas de máxima angustia vital, he probado métodos varios (legales en su totalidad) para adentrarme en mi yo más interior, aspirando a apretar tornillos, reparar grietas, eliminar residuos y ampliar espacios, con un resultado en cada uno de ellos que rozaba el desastre, el caos y la desesperación. Es decir, siempre ha sido peor el remedio que la enfermedad.  

Sigo en Instagram a una chica de Indonesia, que se pasa el día y parte de la noche meditando; lo hace en la arena, sobre las rocas, en lo alto de las palmeras, de los volcanes, bajo el agua, entre el bambú y sentada en sus coloridos tatamis. La sigo porque realmente me transmite buen rollo y envidia (y porque en un comentario me dijo que tenía -yo mismamente- una mirada very nice).  Pero tras leer el informe estoy tentada a detallarle los riesgos de tanta iluminación introspectiva: las altas posibilidades de quedarse colgada de una flor de frangipani, desconectar de la realidad eternamente, experimentar sensaciones desagradables y distorsionadas, y convertirse en una persona que para tomar cualquier tipo de decisión (aunque sea tan nimia como la de qué hacer de cena) tiene primero que retirarse a un lugar solitario y en armonía con la naturaleza, para reflexionar y devanarse los sesos.

Todo ello es lo que concluye el estudio para una cuarta parte de los dados a la meditación, así que ante la duda de en qué porcentaje encajar, y dado que funciono a base de impulsos y poco razonamiento, voy a seguir con mi actitud sin dejar de advertirles sobre las consecuencias del darle en demasía al tarro e intentar averiguar de dónde venimos y cuál es el absurdo propósito de nuestra existencia.

Y si contemplan una noche estrellada, limítense a pedir un deseo realizable si ven un meteoro fugaz y a dar por hecho que el infinito termina allí donde sus ojos... no pueden llegar.