Supongo que os habrá pasado en
más de una ocasión eso de adentrarse mentalmente en una noche estrellada e
intentar averiguar con nuestro minúsculo cerebro, cómo es posible lo del
universo, el infinito, la nada (o el todo) y el estar flotando adheridos a un
globo suspendido, con el único fin de cumplir con el efímero rol de la
existencia. Y supongo también que habéis llegado a ese momento en el que parece
que vais a traspasar una delgada línea que nos separa de la cordura y que, o
bien por miedo a caer en un viaje sin retorno o bien porque no damos más de sí,
habéis vuelto a lo terrenal dejando la astrofísica a mentes más capaces y
buscando una estrella fugaz, que es más reconfortante.
Se me ha ocurrido esto a raíz de
leer un artículo sobre la parte negativa de la meditación, a la cual no soy
dada porque mi ansiedad y mis prisas no me lo permiten. Aunque la definición
exacta de meditar nos lleva exclusivamente al pensar atenta y detenidamente
sobre algo, el texto (y yo en este post) se refiere a esa reflexión intimista
sobre algún tema espiritual o trascendental.
En mis épocas de máxima angustia
vital, he probado métodos varios (legales en su totalidad) para adentrarme en
mi yo más interior, aspirando a apretar tornillos, reparar grietas, eliminar
residuos y ampliar espacios, con un resultado en cada uno de ellos que rozaba
el desastre, el caos y la desesperación. Es decir, siempre ha sido peor el
remedio que la enfermedad.
Sigo en Instagram a una chica de Indonesia,
que se pasa el día y parte de la noche meditando; lo hace en la arena, sobre
las rocas, en lo alto de las palmeras, de los volcanes, bajo el agua, entre el
bambú y sentada en sus coloridos tatamis. La sigo porque realmente me transmite
buen rollo y envidia (y porque en un comentario me dijo que tenía -yo
mismamente- una mirada very nice). Pero
tras leer el informe estoy tentada a detallarle los riesgos de tanta
iluminación introspectiva: las altas posibilidades de quedarse colgada de una
flor de frangipani, desconectar de la realidad eternamente, experimentar
sensaciones desagradables y distorsionadas, y convertirse en una persona que
para tomar cualquier tipo de decisión (aunque sea tan nimia como la de qué
hacer de cena) tiene primero que retirarse a un lugar solitario y en armonía
con la naturaleza, para reflexionar y devanarse los sesos.
Todo ello es lo que concluye el
estudio para una cuarta parte de los dados a la meditación, así que ante la
duda de en qué porcentaje encajar, y dado que funciono a base de impulsos y
poco razonamiento, voy a seguir con mi actitud sin dejar de advertirles sobre
las consecuencias del darle en demasía al tarro e intentar averiguar de dónde
venimos y cuál es el absurdo propósito de nuestra existencia.
Y si contemplan una noche
estrellada, limítense a pedir un deseo realizable si ven un meteoro fugaz y a
dar por hecho que el infinito termina allí donde sus ojos... no pueden llegar.