No hace ni diez minutos que he
terminado de ver la última de Almodóvar. No me habían hablado bien de ella,
pero llevaba muchos años esperando que me volviera a emocionar. Que me
provocara alguna reacción de aquellas que encontré con La ley del deseo, Átame
o Qué he hecho yo… cuando el director era valiente, osado, cuando tocaba la
fibra y abría heridas, cuando buceaba en los sentimientos y las actitudes, sin
prejuicios ni miedo ni vergüenza. Era entonces el Almodóvar en el que entraba, al
que admiraba por lo original, por el desparpajo para lo cotidiano, por su
pasión, sus laberintos afectivos y su sensibilidad artística.
Y con esta nueva cinta me ha
devuelto el asombro y la impresión, solo que esta vez desde una madurez y una
quietud tan valiente como aquel ardor en las relaciones prohibidas de entonces.
Porque repasar tu vida, sentirte añejo, cerrar los ojos rememorando las
equivocaciones y todo aquello que pudo haber sido, recordar detalles que asoman
relatos, llorar treinta años más tarde de la pena, enfrentarte a las ausencias
y afrontar los fracasos, es un ejercicio que araña y entreabre compuertas, pero
que te crece y endurece.
Tal vez con dos décadas menos no
me hubiera dejado mirando el fundido al negro final, igual no hubiese pasado de
la mitad, pero ahora y aquí, me ha pillado en un momento en el que sí siento en
el alma no haber conseguido más, no haber hecho un zoom a las oportunidades y ver
pasar algunos trenes con destinos inciertos que quién sabe a dónde me hubieran
llevado.
“Dolor y gloria” te conmueve si
es que te ha llegado el momento de observar circularmente, si estás algo
perdido, si te sientes cansado y si en el fondo sabes que aún queda algo por
hacer.
A veces, aunque sea después de
muchos años, algo te acaricia la piel y vete tú a saber si es porque nos
hacemos mayores o porque la coraza se va despedazando, pero te sientes vivo,
dispuesto y tremendamente cargado de valentía.