lunes, 17 de junio de 2019

Encuentros en la tercera rotonda





Esta mañana a las 8, debía hacerme una analítica (tranquilos, algo rutinario de peri menopáusica hipocondriaca). Dado que el centro médico está a 2 minutos y que no había pegado ojo en toda la noche pensando en qué escribir hoy, me he levantado a las 7.50 y sin zumo, ni café, ni pitillo, me he dirigido hacia el dispensario en mi flamante y casi nuevo vehículo. Hete aquí que en un cruce de caminos entre viñas, escuela y obras municipales, una monitora del jardín de infancia llegaba tarde a su puesto de trabajo. Y si en ese punto estratégico del cruce, juntamos a una noctámbula cincuentona y a una fitipaldi despistada e impuntual, el resultado no puede ser otro que el de un impacto morrocotudo con daños para ambos autos y parte de lesiones para mí misma (tranquilos, peri menopáusica pero entera). El código de tráfico y seguridad vial especifica que en este caso, sin señalización alguna ni en calle A ni en calle B, el vehículo impactado por su derecha, es el culpable. O sea, yo. Y bueno, esa es la anécdota, que se queda en una puerta (la mía) como la de toriles, y en unas tres horas detallando el parte a la tele operadora con deletreo incluido y pausado de las rúas -en catalán- implicadas.

Pero ahora llega la moralina, que siempre hay que sacar por muchas arcadas que provoque. Y es que si aquí quien suscribe, anoche no hubiese estado escuchando a Andy Williams hasta casi levitar, si no hubiera indagado en sus recovecos cerebrales para encontrar un hilo del que narrar, si no hubiese andado piso arriba piso abajo maquinando viñetas, y por supuesto, si en vez de hacerse controles sanguinarios cada seis meses para saber el número contante de leucocitos, se hubiera quedado durmiendo hasta despertar con una gran idea, nada de lo relatado formaría parte de mi realidad.

PD: Eso sí, Andy Williams ha pasado de ser romántico a catastrófico.