Mientras miraba fijamente la
pantalla con la hoja en blanco para cazar una idea al vuelo sobre la que
escribir, me han entrado unas irrefrenables ganas de comerme un caramelo de
menta (acción que llevo a cabo unas veinte veces al día) sólo que hoy –en seguida
me ha venido a la mente- se me habían acabado. Dado que sin ese sabor extra
fuerte en mi paladar no se dan las
conexiones necesarias entre hemisferios para crear, he llevado a cabo una
batida exhaustiva por la casa en busca del dulce refrescante que me condujera a
escribir algo digno de un primer post. Agujeros en bolsos, cajones,
estanterías, botiquín, bolsillos, baúles… He vuelto al despacho sin rastro de
golosina, con un abanico perdido veranos ha, once euros en monedas, una pulsera
que le robé a mi madre, tres ibuprofenos sueltos y varios mecheros multicolor.
Con esta interesante anécdota me
he dado cuenta de que el hecho de buscar algo, por muy abstracto que sea, puede
no conducirnos a encontrar lo ansiado, pero seguro que en el camino nos sorprendemos
con elementos, historias, personajes, sensaciones o cuerpos, que sin
pretenderlo, nos van a aportar mucho más que aquello por lo que iniciamos el
rastreo.
Moraleja: Salgan a la búsqueda de
cualquier asunto, que lo de menos, va a ser encontrarlo.